miércoles, 9 de marzo de 2016

Yo, la Conciencia


[...] La desidentificación consiste, precisamente, en caer en la cuenta de que yo no soy aquello que creía ser. Lo que se descubre primero es, en realidad, quién no soy yo. Como decía Nisargadatta Maharaj, "No puedo decirte lo que soy, porque las palabras sólo pueden describir lo que no soy".

Llegados a cierto punto del proceso de desidentificación, es probable que la conciencia de un ser humano se descubra a sí misma, es decir, que intuya que ella es algo diferente a sus contenidos (que es lo que hasta ese momento había asumido). Este hallazgo implica una suerte de Big Bang anímico, una explosión universal que cambia radicalmente la vida de ese ser humano. Se nos evidencia que no podemos ser aquello que contemplamos y se nos va revelando que sólo puedo ser el que contempla, esa conciencia que hace posible la aparición de cualquier forma. En lugar de considerar que somos el contenido de la conciencia, nos reconocemos en la Conciencia misma, en ese espacio en el que los contenidos surgen, un espacio necesario para que puedan escenificar sus piruetas los objetos del mundo de las formas.

Dado que el estado de reconocimiento en la Conciencia es prácticamente indescriptible con palabras, se han empleado diversas metáforas o símiles para comunicar al menos una parte de su sabor. Puede hablarse del mundo sin forma, frente al mundo cotidiano de las formas, en el que habitualmente creemos que se agota todo lo que existe. En el capítulo 11 hablaba del Ser, que es otra manera de designar a ese mundo informal, al Ser del que emanan todas las formas, por lo que también podemos conocerlo como la Fuente o el Origen. En la Conciencia, en el Ser, en la Fuente, el tiempo no existe. Es una dimensión atemporal. Es, precisamente, el origen del tiempo y del espacio, necesarios para que puedan manifestarse las formas.

Desde el punto de vista de la experiencia humana de todos los días, la manera más asequible de acceder a ese mundo de lo Absoluto es a través de la Presencia, a través de ser conscientes de que somos conscientes, de que en nosotros existe esa conciencia que en algún momento puede desligarse de sus contenidos (de nuestra individualidad) y reconocerse como la Conciencia. (Decía Ramana Maharshi: "Uno no puede ver a Dios y seguir conservando la individualidad") (2)

Cultivar la Presencia, la conciencia de la Conciencia, puede estar, hasta cierto punto, en nuestras manos. Pero llegar al descubrimiento fundamental, a ese atisbo de lo que implica ser la Conciencia, se encuentra probablemente más allá de cualquier voluntad humana. Que ese hecho se produzca o no, depende del Absoluto, del Ser, de los designios insondables de la Totalidad. Como escribió Ramesh Balsekar:

Lo único que necesitamos es dejar de pretender ser algo (quizás un ser iluminado) o conseguir algo (quizás la iluminación). Y entonces estamos en nuestra verdadera naturaleza, en la pura Conciencia, que es todo lo que es, todo lo que ha sido y todo lo que tiene que ser, por siempre jamás: Yo Soy. (3)

Hemos de comprender que no se trata de llegar a ser algo que no somos (porque ya lo somos, nunca pudimos dejar de serlo), sino de dejar de creer que tan sólo somos la forma efímera bajo la que la Totalidad se manifiesta. Somos también esa forma pero, sobre todo, somos el Ser, la Fuente que da origen a esa forma impermanente.

El sabernos espacio nos hace sentirnos invulnerables a las heridas que pueden sufrir los contenidos de ese espacio. El espacio, al contrario que sus contenidos, no tiene límites, ni duración, ni escasez, ni penuria. En el espacio todo cabe, pudiendo albergar cualquier objeto, cualquier fenómeno o
acontecimiento y todo ello sin verse agobiado o constreñido en lo más mínimo. Todo puede surgir en el espacio, todo puede ser acogido en él sin sufrir menoscabo alguno.

El sabernos luz, la luz inmarcesible de la Conciencia, nos permite ver la cosas como son, desprovistas de fingimiento. La luz atraviesa el espacio en el que nos hemos transformado y todo lo ilumina y lo esclarece, despejando cualquier sombra de duda. Como ya advirtió Santa Teresa: "Es luz que no tiene noche, sino que, como siempre es luz, no la turba nada". (4) Es luz que proporciona la comprensión completa, la ausencia de incertidumbres y la presencia de la quietud.

El sabernos quietud nos libera del miedo y de la angustia, de la culpa y de la envidia. Todo lo que sucede, todo lo que pueda acontecer en nuestro entorno, pertenece al mundo de las formas y nosotros habitamos el mundo imperturbable de lo imperecedero. La quietud crea un remanso de paz que nos envuelve. Sabemos que no necesitamos protección, ya que lo que verdaderamente somos no es susceptible de herida ni de agravio alguno. Todo lo que sucede —que acontece naturalmente en el mundo de las formas— lo hace por fuera de ese remanso de paz en el que verdaderamente habitamos.

El sabernos origen nos hace vivir el poder de la energía. Nos hace sentirnos creativos e instrumentos de la transformación constante para la que fue concebido el mundo de las formas. Una transformación que es expresión de una vida inagotable que se siente a sí misma alegre y dichosa, ya que en eso consiste su propia naturaleza. La vida crea, o más bien, se recrea a sí misma, en forma de una explosión vital que da origen a la riqueza insondable del mundo manifiesto.

por Vicente Simón



Vicente Simón

Vivir con plena atención
[Extracto del cap. 16]

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