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miércoles, 11 de mayo de 2016

El poder de la autocompasión


A menudo pensamos que para lograr nuestros objetivos en la vida es necesario ser duro y exigente con uno mismo. Sentimos que tenemos que mantener nuestras debilidades a raya, desarrollar y exhibir nuestras habilidades, descansar sólo cuando es estrictamente necesario y estar siempre en control de las cosas. Esta actitud, además de parecer muchas veces efectiva y de ser culturalmente aceptada, a menudo ha sido nutrida a lo largo de años de condicionamiento a través de premios y castigos. A través de la misma metodología en que un perrito aprende a hacer un truco o se hace caminar a un burro (evitando palos y persiguiendo zanahorias), vamos por la vida persiguiendo nuestras sofisticadas zanahorias y tratando de evitar palos (que en general son “palos psicológicos”).
En este proceso, nuestro sistema nervioso va aprendiendo hábitos que cada vez se refuerzan más y se hacen más difíciles de cambiar.

La activación psico-fisiológica ante la percepción de riesgo desencadena en nosotros la respuesta de estrés que nos prepara para luchar o huir de “los palos”. A su vez, la búsqueda de recursos, incentivos y oportunidades en el ambiente nos pone en un estado de hiper-alerta para estar atento a las “zanahorias” disponibles. Este sistema nervioso que evolucionó enfrentando ambientes donde los riesgos podían ser tan concretos como correr o luchar ante un posible depredador, y donde la búsqueda de recursos determinaba la diferencia entre vivir y morir, continúa activándose  de la misma manera ante situaciones que a menudo son objetivamente menos riesgosas. De hecho, muchas veces el estrés  que experimentamos no se debe a ningún riesgo concreto externo, sino que a la voz con que nos hablamos a nosotros mismos y las imágenes que proyectamos en nuestra pantalla mental. Buena parte del tiempo, nuestra mente es un simulador de situaciones futuras o un cine rotativo de situaciones pasadas, con un narrador “en off” especializado en identificar lo que puede salir mal.

¿Te has fijado alguna vez en el tono con el cual te hablas a ti mismo/a en la intimidad de tu mente? ¿Es este un tono de un amigo cercano, de alguien que está a tu lado para apoyarte en el camino? ¿O es la voz de un tirano, de un jefe enojado, o de un papá castigador? ¿Qué te dices cuando sientes que te equivocas? Lo que te dices, ¿se parece a los comentarios que escuchaste de los adultos cuando de niño te equivocabas al hacer algo? De la misma manera en que usualmente es una buena intención la que motiva el llamado de atención de un padre a un hijo por sacarse una mala nota (que el niño se esfuerce más para evitar el fracaso), esa voz interna que exige, demanda, y ordena, suele tener la buena intención de evitarnos algo que tememos, como fracasar en nuestras tareas, o perder el respeto y amor de otras personas. Sin embargo, una buena intención no siempre va acompañada de la estrategia más sana o efectiva para lograr lo que se quiere.

Imagina que un niño  de diez años vuelve a casa con una mala nota en un exámen. En el primer escenario, imagina que los padres le dicen en tono hostil “eres un idiota, si sigues así no vas a llegar a ninguna parte en la vida. Más vale que pongas más esfurzo porque si no, vas a tener que enfrentar las consecuencias”. En el segundo escenario, en cambio, los padres se sientan con el niño, y le dicen con un tono comprensivo y respetuoso: “Entendemos que hiciste un esfuerzo y que te debes sentir desalentado por tener una mala nota [aceptar y no negar la situación]. Nosotros te amamos y te amaremos independientemente de tus notas [amabilidad incondicional]. ¿Cómo podemos ayudarte a que te vaya mejor la próxima vez? [Apertura creativa a nuevas posibilidades de acción]”. No es difícil ver en esta situación cuál respuesta de los padres tiene mayor probabilidad de generar en el niño las condiciones que a largo plazo le permitan un mayor éxito escolar y, de manera más imporante, le muestren cómo lidiar de una manera más sana con las dificultades naturales de la vida. Cuando nos hablamos a nosotros mismos como los padres hablan al niño en el segundo escenario, es decir, con auto-compasión, generamos en nosotros las condiciones para florecer en nuestras capacidades.
Como se materializa esto en la práctica.

Nuestro sistema nervioso, junto con la capacidad de alertarnos ante los posibles riesgos y de movilizarnos frente a las posibles oportunidades, tiene también la capacidad de “suavizar, calmar y permitir”. Cuando se activa este sistema neuro-afectivo de calma/confianza, nos sentimos seguros, cuidados, contentos y acogidos. Es un bienestar que va más allá de la ausencia de riesgos y que involucra las cualidades de amor y compasión. Este sistema se activa inicialmente en los bebés a través de las señales de cuidado y amabilidad de sus cuidadores, lo cual da al ser humano la sensación primaria de bienestar, conexión social y seguridad. Al crecer, este sistema se sigue nutriendo a través de nuestras interacciones con otros, y de manera muy importante, con la relación que tenemos con nosotros mismos. La meditación mindfulness y la práctica de la auto-compasión  activa este sistema de calma/ confianza al cultivar activamente una actitud abierta, no enjuiciadora y compasiva hacia nuestra experiencia.

Suavizar es la expresión de la compasión a nivel físico. En este mismo momento puedes llevar tu atención a las sensaciones de tensión que hayan en tu cuerpo, y en vez de luchar contra ellas (lo que crea más tensión), simplemente obsérvalas dirigiendo tu respiración consciente hacia esos lugares. Notar las sensaciones físicas de tensión en el cuerpo toma tiempo de práctica, así que no te desalientes si no las notas de inmediato. Esta es una práctica que puedes realizar en el contexto de tu meditación sentada o en tu día a día.

Calmar es la expresión de la compasión a nivel emocional. La notable educadora ciega y sorda Helen Keller una vez dijo, “cuando una puerta de la felicidad se cierra, otra se abre; pero a menudo nos quedamos mirando tanto tiempo a la que se cerró que no vemos la que ha abierto para nosotros”. Calmar implica practicar salir de la estrechez de la emoción negativa (sin por eso negarla o reprimirla) para ver nuestra experiencia con más amplitud permitiendo ver las otras posibilidades que se abren.
Permitir es la expresión de la compasión a nivel mental, e implica relacionarnos con nuestros pensamientos como pensamientos y no como realidades fijas. La actitud de permitir implica “airear” nuestra mente, generando un espacio de no apego hacia las imágenes y las palabras que surgen en ella dejándolas fluir en vez de apegarnos a ellas. En la práctica de meditación sentada esto puede implicarobservar el ir y venir de los contenidos mentales sin identificarnos ni reprimirlos, mientras que en la vida cotidiana la práctica se puede traducir en permitir la emergencia de puntos de vista alternativos sobre las cosas y preguntarnos, sobre todo cuando notemos que estamos fijos en ciertas ideas, ¿estoy seguro de esto? ¿Pueden haber otras perspectivas sobre este asunto? ¿Es esta toda la verdad?



Suavizar, calmar y permitir es como preparar el terreno interno para cultivar una voz amable hacia ti mismo/a. El terreno no se prepara de un día para otro, pero poco a poco puede ir haciéndose más mullido y fértil. Así también es la mente y así son nuestras relaciones con los demás, espacios orgánicos que cambian a ritmo de gestos cotidianos.

Fuente:Redmindfulness

http://meditacion2000.blogspot.com.es/2016/05/el-poder-de-la-autocompasion.html

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