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martes, 21 de febrero de 2017

Una mirada mística a la figura de Jesucristo (o la divinidad arquetípica al interior del ser humano)


Siguiendo a Rudolf Steiner, Manly P. Hall, Meister Eckhardt, San Pablo y otros místicos, interpretamos la vida de Jesús y su obtención del estado de Cristo como un estado espiritual inmanente y universal

 este ensayo intentaré trazar un panorama sustancial mas no exhaustivo sobre la figura de Jesús desde una perspectiva mística, es decir, aquella que encuentra en Jesús un símbolo de una divinidad humana universal, accesible e inherente a todos y cuyo fundamento es una serie de conductas virtuosas que podemos llamar una “doctrina del corazón”. Algunos autores (como Rudolf Steiner) diferencian entre el Jesús histórico y el Cristo místico, siendo este último un estado de conciencia divina que trasciende la historia. Mi enfoque principal en el ensayo es señalar algunos de los aspectos universales de las enseñanzas que son atribuidas a Jesucristo y que embonan con una suerte de religión universal, por lo cual podemos sugerir que Jesucristo es una faceta de un único impulso religioso-evolutivo que abarca a diferentes culturas y a diferentes manifestaciones de grandes maestros.

Acaso la diferencia estriba en el contexto, en la necesidad de cierta sutileza particular al tiempo, en el énfasis en cierto modo o arquetipo de enseñanza. Por ejemplo, Manly P. Hall, en su libro The Mystical Christ, nos dice que las enseñanzas de Jesús toman la forma del “buen pastor”; una cierta dulzura que habla a los hombres desde el corazón y hacia la paz, siendo que anteriormente en la historia habían aparecido maestros bajo el arquetipo del rey-guerrero, el conquistador o la divinidad todopoderosa pero terrible y cruel. Esta misma idea la expresa el rosacruz Max Heindel como “el paso de la ley hacia el amor”.

Rudolf Steiner, en su ensayo de De Jesús a Cristo, explica que de la misma manera que en el plano material de la biología se observa la ley de la recapitulación formulada por Haeckel, la cual indica que un ser vivo recapitula en su vida embrionaria las diferentes etapas del desarrollo de animales inferiores (lo cual suele expresarse como “la ontogenia recapitula la filogenia”), esto también ocurre en un plano espiritual. Así el alma del hombre atraviesa distintas etapas de la evolución de la humanidad que son recapituladas en su evolución personal. Dice Steiner que “el desarrollo de la humanidad como un todo puede compararse con la vida de un solo hombre” y también evidentemente en cada hombre está la evolución y el arquetipo de todos los seres humanos.

Steiner considera que si vemos a la humanidad como un único hombre, podemos pensar que este hombre se encuentra en la etapa de su vida que va de los 30 a 35 años, de ahí la relevancia del ministerio de Jesús como mensaje eminentemente actual para el grueso de los seres humanos. Jesús, dice Steiner, es la actualización del medio de acceso a lo divino que ofrecían los antiguos misterios a través diferentes prácticas ascéticas pero cuyo método para nuestra humanidad se ha vuelto obsoleto o demasiado recóndito. El proceso de maduración de Jesús, que ocurrió a sus 30 años cuando, nos dice Steiner, alcanzó el estado de Cristo, es el proceso que resuena actualmente con todos los seres humanos. Esta maduración es el punto de inflexión en el que un hombre recibe en su alma “el espíritu del cosmos” y se centra en la noción enseñada por Jesús de amar al prójimo, sacrificarse por los demás y anular el ego y no tanto ya en el cultivo de las propias facultades personales a través de la iniciación a los misterios del alma.

Para situarnos quizás en un terreno que no es solamente esotérico y que puede permitirnos concientizar y encontrar un sentido práctico al misticismo de Jesús, recurriremos ahora a lo expuesto por Manly P. Hall en el libro The Mystical Christ. Si bien Hall es un escritor eminentemente esotérico, en este libro nos presenta una visión de Cristo ligada sobre todo a una doctrina del amor y a una enseñanza ética y  fraternal que salva las distancias entre credos particulares. Primeramente, Hall nos dice que tiene sentido ver a Cristo sobre todo como una figura o un camino místico. “El misticismo es la forma que tiene el corazón para hacer alma del conocimiento… El misticismo es una convicción que deriva su autoridad del corazón humano”, a diferencia de la ciencia, que lo hace de la mente. Es necesaria la experiencia mística para fortalecer la fe y encontrar seguridad, “nunca estaremos satisfechos hasta que no descubramos en nosotros mismos el hecho del todo-suficiente poder divino dentro de nosotros”; esto es lo que posibilita Cristo bajo esta lectura. Así el creyente, “por medio de un simple acto de fe… tendió un puente para cruzar el intervalo entre sí mismo y Dios”.

Hall hace una lectura del ministerio de Jesús y su obtención del estado crístico como una simbología intersubjetiva del proceso de evolución espiritual de cada ser humano, en su paso de la ignorancia hacia la verdad o de la oscuridad a la luz. “Cada buscador de verdad debe, en su propio camino y acorde a su propio estado, atravesar el mismo camino. Debe ser tentado en el desierto y debe mantenerse firme ante la promesa del poder mundano. Debe procurar para aquellos que lo necesitan y debe enseñar la sencilla verdad de la fe humana”, y al final todos debemos “tomar la gran decisión” de sacrificarnos por la voluntad divina y así descubrir que es sólo aquel que da su vida entera el que obtiene “la vida eterna”. Esta experiencia mística, nos dice Hall, no debe considerarse como algo meramente histórico, sino como “eternamente inminente”, siempre ahí, latente, en nuestro interior. De hecho, señala, es algo tan natural como el crecimiento de una flor que el ser humano crezca y desdoble la divinidad. Este crecimiento o florecimiento de la semilla crística en todos los hombres puede encauzarse manteniendo las enseñanzas de Cristo, especialmente la noción de incrementar el hombre espiritual por sobre el hombre material.

Cristo es entonces el arquetipo de lo que somos y seremos de manera tangible cuando hayamos realizado el misterio de “la alquimia del amor”, dice Hall. Un amor que, en palabras del místico jesuita Teilhard de Chardin, es lo que espiritualiza la materia y hace al cuerpo luz. “Es como si nuestra humanidad presente fuera un embrión espiritual, y Jesús aquel que ya ha nacido. Como la forma ideal de un camino de vida para el cual todos nos estamos preparando, el Maestro es tanto la persona como el colectivo del futuro. Él es nosotros después de que hayamos escapado de ciertas limitaciones que por el momentos nos parecen todavía difíciles de superar”, dice Hall, y también: “Jesús es la humanidad, considerada individual o colectivamente. Cristo es el poder redentor de Dios, el Ser Supremo manifestándose a través y dentro de la creación humana. Cristo es el hijo del Cielo y Jesús el hijo de la Tierra”. Aquí podemos añadir la noción también avanzada por Hall de que Cristo es la reiteración más contundente de un impulso único de evolución espiritual que designa como el “Mesías Solar”.


En su lectura Great Solar Symbol of the Messiah, Hall traza algunos paralelos entre Jesucristo y el Sol. Dice que de igual manera que el Sol une a la Tierra con el cielo, y une también a la materia con el espíritu, operando como un máximo pontífice, también Jesucristo sirve a este mismo rol. Las imágenes de los reyes y santos con coronas y halos, sabemos, son extensiones solares, que muestran la identidad entre el poder solar y el poder terrestre. De la misma manera que el Sol alza a los hombres “con sus rayos que terminan con manos, llevándolos hacia la luz”, Jesucristo también alza a las almas hacia el Padre. El Sol es, al igual que Jesucristo, el símbolo de la restauración de la vida y la promesa de la eternidad y quizás no sea casualidad que el nacimiento de Jesús haya sido dispuesto en el rango de 3 días que siguen al solsticio, el momento en el que el Sol renace. Manly P. Hall nos dice que en Egipto los sacerdotes realizaban un ritual de unir el alma con el Sol donde ocurría una transubstanciación entre el sacerdote o adepto y el dios, de tal forma que al completar el ritual el iniciado tomaba la personalidad divina, dejando de llamarse por su nombre y obteniendo el nombre de Osiris, por ejemplo.

En el libro de los hebreos del Nuevo Testamento, atribuido a San Pablo, se dice que Jesús “es para siempre un sacerdote de la Orden de Melquisedec”, el rey de Salem. De Melquisedec se dice en la Biblia que realizó una bendición o una especie de rito con vino, pan y aceite. Hall nos dice que el aceite al que se hace mención es Cristo, palabra que significa “el ungido”. Este es el modelo de la eucaristía por la cual Jesucristo ofrece una vía para acceder a la divinidad. Hall señala también, de manera un poco enigmática, que el misterio de la eucaristía “es el misterio del fuego y el agua” y vincula a Melquisedec con una antigua orden de iniciados en el misterio del fuego y por lo tanto de las divinidades solares. Según Hall esta orden tenía como símbolo al fénix, el animal asociado con el perpetuo renacimiento y que construye su nido en las llamas. Cristo también ha sido asociado con el fénix, particularmente por los alquimistas.

Este Mesías Solar encarna la misma idea a la que San Juan hace referencia cuando dice que “la palabra se hizo carne” y “en ella estaba la vida y la vida era luz de los hombres”, luz que ilumina el mundo y da vida como el Sol. Esta palabra o Logos Solar es la misma a la que bellamente Meister Eckhart se refiere cuando dice que “en medio del silencio una palabra secreta brotó en mi”, una palabra a través de la cual la divinidad se forja en el alma humana.

Max Heindel identifica a Cristo con el espíritu del Sol y dice que, de la misma manera que la energía solar física nutre a los cuerpos, la energía espiritual del Sol nutre a las almas. Y agrega que este es el significado de la estrella de Belén, un sol de medianoche que simboliza el espíritu del Sol o la estrella invisible que guía a los iniciados.

Steiner por su parte menciona que los Evangelios dicen que Jesús de Nazaret fue al río Jordán para ser bautizado por Juan, y una paloma descendió sobre él desde el cielo. Esa paloma, señala, es la influencia solar, símbolo del espíritu santo y del espíritu del Sol que entró en Jesús.

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Sobre el debate bizantino que existe sobre los milagros y los hechos históricos de Jesús, Hall prefiere considerar que, teniendo en cuenta “la falta de evidencia histórica para afirmar los milagros atribuidos a Jesús”, “estos maravillosos actos deben de referirse a misterios espirituales”. Hechos narrados que tienen una fuerza simbólica y didáctica y que nutren la fe interna del hombre para que él mismo realice la obra de la divinidad en la tierra. Lo anterior se sugiere en el relato de la hija de Jairo que se curó por tocar el manto de Jesús, y a quien ante su asombro Jesús le contestó: “Es tu fe la que te ha salvado”. El milagro en la doctrina, más que probar la divinidad de Jesús, puede entenderse como lo divino que se revela gradualmente en la fe humana.

Lo importante en este sentido no yace en la precisión histórica de una realidad que de todas maneras no puede ser entendida científicamente, lo importante yace en la experiencia de lo sagrado. “Los místicos que han experimentado su propio concepto de la vida de Jesús… no se han preguntado si Jesús vivió o no; sabían que ejemplificó un camino de vida que lleva a la integridad espiritual”. Esto me parece la cuestión esencial, más que debatir si Jesús existió o realizó tal o cual milagro (cuestiones inextricables y posiblemente insondables por medios ordinarios), lo esencial es que la doctrina que se deriva de su persona tiene un valor universal que tiene una aplicación práctica y que debe probarse, no en el sentido de realizar una investigación histórica que lo refute o lo afirme, sino como una experiencia personal de participación en el misterio.

No existe misticismo, ni existe lo sagrado sin una experiencia mística y por eso los místicos se han alejado de las instituciones religiosas que, en su búsqueda de poder mundano, han cerrado las puertas de las experiencias místicas de los “otros mundos” que yacen dentro de este; dicho eso, quien busca tener una experiencia de este orden no puede descalificar la fe como una vía legítima de acceso a lo místico. Esto no es algo irracional en tanto que, como dice Hall, el hombre busca “avanzar hacia el conocimiento y no desde el conocimiento”, así que debe moverse en la oscuridad y aceptar su ignorancia si quiere acceder a la luz.

El entendimiento es algo que resulta de un proceso de dedicación, no es la condición desde la cual buscamos, por lo cual resulta razonable tener fe y cultivar nuestra misma fe como una posibilidad de agudeza perceptual hacia aquello que actualmente yace invisible. Lo anterior se expresa en la noción básica del gnosticismo de que para conocer algo debemos hacernos como lo que conocemos. Steiner lo expresa así: “Goethe ha acuñado el hermoso lema, ‘Si el ojo no fuera como el Sol, nunca podría percibir el Sol’. Podríamos decir además, ‘El alma humana nunca podría comprender a Cristo si no fuera capaz de transformarse de tal forma que pudiera experimentar internamente las palabras ‘No yo, sino Cristo en mí'”.

El acceso al poder divino, simbolizado como lo milagroso, no tiene necesariamente que entenderse como algo sobrenatural ni excepcional, sino como el fruto del justo proceder. “Los secretos del reino del cielo están reservados a aquellos que mantienen las leyes del reino”, se dice en los Evangelios. No hay iniciación oculta que pueda suplantar la virtud del bien y de actuar conforme a la ley de la naturaleza y del cosmos; según Hall, el misterio cristiano nos dice que “debemos vivir la vida si queremos conocer la doctrina”, es decir, si queremos los frutos de la sabiduría debemos actuar conforme a los principios que enarbola la doctrina. En esto hay un sentido de fe, pero es la misma fe que tiene el hombre que trabaja la tierra y al plantar una semilla cree que ésta dará fruto. Fe en que, en este caso, la dimensión moral y espiritual existe también en concordancia con una ley evolutiva de causa y efecto. Escribe Hall:


El concepto científico de un universo regido por la ley inmutable no prevé acontecimientos que entren en conflicto o que sean excepcionales a los procesos regulares de la naturaleza. Lo que parece milagroso debe de serlo en apariencia y no en hecho. El médico suizo y místico Paracelso definió un milagro como un efecto, con una causa que era desconocida, pero cuya causa debía de ser inevitablemente similar al efecto que producía. Bajo este razonamiento, los fenómenos espirituales se originan de aspectos desconocidos del universo y que, al yacer más allá del conocimiento humano, no pueden estimarse como excepcionales. 

De igual manera, los dos sucesos capitales de la vida de Jesús, su nacimiento de concepción inmaculada y su resurrección pueden entenderse como códigos espirituales. Manly P. Hall dice que “el místico cristiano medita en Jesús como una personificación de su naturaleza superior. Es en este sentido, que Jesús fue concebido inmaculadamente. Nació del poder –virgen– del alma y vino como cumplimiento de la promesa divina”. A lo que podemos añadir la representación que se hace en las imágenes del cristianismo ortodoxo donde se tiene a Jesús naciendo de una cueva y no de un establo. Sobre esto escribe Harper McAlpine Black: “La Luz Divina (la semilla) penetra el vientre de la tierra. Esta imagen muestra los elementos habituales de los prototipos bizantinos –María inclinándose, el niño Jesús en el centro, la montaña, la cueva dentro de la montaña y la oscuridad de la cueva atravesada por la luz celestial”.

Así entendemos esta idea de Jesús y de otras divinidades (como Osiris o Queztalcóatl) que son los puntos nodales en los que se une o se hace tangible el matrimonio entre el cielo y la tierra. La misma idea que maneja Steiner de Cristo como el hombre que recibe la energía del cosmos ya en su madurez parece ser una recapitulación del origen de Jesús como el niño divino que recibe las influencias siderales, como “la palabra secreta que brota del silencio” y a través de la cual “Dios entra al alma con su todo, no sólo en parte. Dios entra a la tierra del alma”, según Eckhart

El misterio de la resurrección es en cierta forma sencillo y no por ello menos profundo. A través de la crucifixión se muestra que al cumplir la voluntad de dios y al amar a los demás por sobre la vida propia, el ser humano puede lograr la vida eterna. Como se dice en San Juan 3:30: “Hasta que un hombre no nazca dos veces, no puede entrar al reino del cielo”. Max Heindel, con esto en mente, escribe: “No hay duda de que para el cuerpo la ley es la supervivencia del más apto; para el espíritu la ley de la evolución demanda sacrificio”.

A través de la crucifixión y de la resurrección se ejemplifica que el espíritu del hombre no muere con el cuerpo pero que para que logre alzarse a Dios debe morir todo lo que en el hombre lo ata al mundo, todo lo que es perecedero y corrupto. Hay dos tipos de muertes, nos dice Hall: “Aquellos que mueren en la carne, renacen en la carne, porque, aunque han dejado el mundo, lo mundano no se ha extirpado de ellos. Los pocos que se han ido a dormir en la fe renacen del vientre de la fe al vientre de la luz”. Esta es la muerte que trae consigo el renacimiento espiritual que permite acceder con un nuevo cuerpo radiante –el alma revestida de las joyas de la pureza de sus actos– al cielo. Esta es la cima espiritual del mundo que, nos dicen los místicos, Cristo hace disponible para nosotros:

Sobre la cresta del mundo, ya sea en Moab, Golgota o Himavat, ahí yace el momento supremo en el que la sabiduría humana se rinde a la gracia de Dios. Este es el instante que cambia el mundo. El tiempo regresa a la eternidad; el fragmento es reunido con el todo; la centella se reintegra con la flama. La resurrección que prosigue inmediatamente atestigua el triunfo del alma humana. 

Curiosamente tanto Manly P. Hall como Rudolf Steiner encuentran en las palabras de San Pablo el más sublime entendimiento del cristianismo, seguramente porque es a Pablo a quien debemos la enunciación más clara de la idea de que Cristo (como esencia  o sujeto universal) poseyó a Jesús (el objeto que es llenado por la divinidad). Tenemos aquí un principio de transubstanciación que, nos dicen los místicos, no está restringido a Jesús sino que éste lo ha hecho accesible a todos. Steiner escribe:

Cuando nos sumergimos amorosamente en otros seres, nuestras almas permanecen inalteradas; el hombre sigue siendo hombre incluso cuando va más allá de sí mismo y descubre a Cristo en su interior. Que Él pueda ser así encontrado fue hecho posible por el Misterio del Gólgota. 

El alma permanece dentro de la esfera humana cuando alcanza aquella experiencia expresada por San Pablo, “No yo, sino Cristo en mí”. Tenemos entonces la experiencia mística de sentir que una esencia humana superior vive en nosotros, una esencia que nos envuelve en el mismo elemento que lleva el alma de vida en vida, de encarnación en encarnación. Esta es la experiencia mística de Cristo, que sólo podemos tener a través de un entrenamiento en el amor. 

Steiner parece decirnos, con San Pablo, que el ser humano debe hacerse a un lado, como si fuere, abandonarse en el otro, entregándose en la fe y en el amor, para dejarse habitar por la divinidad. Hall explica que la interpretación de San Pablo “puede entenderse como el ejemplo perfecto de la unión entre sujeto y objeto”, la cual es el propósito esencial del misticismo no sólo cristiano sino budista, cabalista y de muchas otras tradiciones, en tanto a que esta unión es la anulación de la dualidad en su raíz. La relación esbozada por San Pablo entre Cristo y Jesús prefigura la relación entre el ser humano y Dios, una relación en la que “Dios es el eterno sujeto y la humanidad el objeto natural”, dice Hall haciendo eco también de la idea de Steiner de que todos los hombres no son más que un solo hombre que evoluciona hacia la realización de su propia naturaleza crística. Esta es la promesa de la divinidad que expresó San Pablo: “Cristo en ti, la gloria y la esperanza”.

Para culminar en este tono místico, las palabras de tres místicos. Primero, Angelus Silesius:

Hasta que Cristo no nazca dentro de ti, tu alma no estará entera,

aunque en Belén mil veces más naciera.

Miras en vano al misterio de la Cruz

hasta que en ti otra vez no se crucifique Jesús.

A lo que agrega Meister Eckhart:

Aquí en el tiempo celebramos porque el nacimiento eterno que sostuvo Dios Padre y que sostiene una y otra vez en la eternidad ahora se hace en el tiempo, en la naturaleza humana. San Agustín dice que este nacimiento siempre está ocurriendo. ¿Pero si no ocurre en mí, de qué me sirve? Lo que importa es que ocurra también en mí. Por eso intentamos hablar de este nacimiento como ocurriendo en nosotros, como siendo consumado en el alma virtuosa, ya que es en el alma perfeccionada que Dios pronuncia su palabra.

Y por último, Teilhard de Chardin:

Creo que el Universo es una Evolución.

Creo que la Evolución procede hacia el Espíritu.

Creo que el Espíritu es realizado en la forma de una personalidad.

Creo que lo supremamente Personal es el Cristo Universal.



autor: @alepholo


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