Cuando hablamos del aquí-ahora es importante hablar de tres temas: en primer lugar, de la llamada a la consciencia; en segundo lugar, del hecho de que el tiempo no existe, aunque creamos en él; y, en tercer lugar, de que al darnos cuenta de lo que es el aquí y ahora, abrimos una puerta muy potente para conocernos a nosotros mismos, entendiendo por conocimiento de uno mismo aquello que acuñaron los sabios de la Grecia clásica para hacer ver que no sólo tenemos un componente físico, mental y emocional (a mí me gusta llamarlo metafóricamente “coche”), sino también otro de carácter divino, infinito, eterno e inmutable qué es lo que realmente somos (siguiendo el símil, lo denomino “Conductor”). Y cuando el coche deja de funcionar, el Conductor sigue viviendo.
Vivir en el momento presente es una puerta muy importante y potente para percibir todo esto. Y para las personas que se empiezan a acercar al mundo de la consciencia es el camino más directo y sencillo.
Desarrollemos los tres bloques citados, empezando por el primero.
La llamada a la consciencia
En la práctica diaria de los seres humanos, salvo en raras excepciones, se producen situaciones en las que sin darnos cuenta dejamos de estar: simplemente, nos vamos con la mente a otro sitio. Por ejemplo cuando estamos manteniendo una conversación con otra persona y, en un momento determinado, nos vamos a otro lado (a lo mejor algún elemento de la conversación hace que nos acordemos de otro hecho o situación y nuestra atención se va hacia allá) hasta el punto de que la otra persona se hace invisible: la tenemos delante, pero es como si no la tuviéramos al lado porque nosotros, con la mente nos hemos ido a otro sitio.
Otro buen ejemplo es cuando estamos paseando por la calle, sin hacer nada en especial: Y en lugar de estar allí paseando, a menudo ocurre que a partir de un cierto momento ya no estamos allí: aparentemente estamos en la calle dando un paseo, la gente puede vernos, pero en realidad no estamos allí. Esto es muy fácil de observar en cualquier paseo por las calles de cualquier gran ciudad. Si nos fijamos bien, veremos que está lleno de personas que aparentemente están, pero que en realidad no están ahí porque con la mente andan por otro sitio.
En otras ocasiones sucede que nos sentamos para pensar sobre cualquier tema o situación que nos interesa. Sin embargo, sin que nos demos cuenta, nuestra cabeza, de pronto, pone la atención en otros asuntos y nuestros pensamientos dejan de estar centrados en el tema inicial para desviarse a otras cuestiones distintas de lo que queríamos.
Son pequeños ejemplos de algo que nos ocurre todos los días. De hecho, es algo tan frecuente que la gente lo considera normal debido a lo frecuente que es. Sin embargo, siendo frecuente, es profundamente anormal.
Hemos olvidado que frecuente y normal no significa lo mismo; son palabras distintas que deberían usarse en contextos distintos. El desaparecer del momento presente para viajar a otros momentos y situaciones puede ser algo muy frecuente, pero desde luego no es normal. Esta anormalidad conlleva pérdida de tiempo, pérdida de energía, pérdida de concentración… En definitiva, nos lleva a la inconsciencia. Lo normal es estar en el momento presente, estar en lo que estamos.
Ciertamente, todos tenemos una capacidad intelectual que nos permite, por ejemplo, estar en el mes de junio y planificar un viaje para agosto. Esto está bien y es necesario. Lo que no tiene sentido es que nos vayamos a agosto o a cualquier otro momento diferente al presente sin ninguna voluntad propia, por los vaivenes de la mente. Sólo deberíamos salirnos del momento presente cuando lo hacemos desde la plena consciencia, con una voluntad específica, y para algo que en el momento presente corresponde (verbigracia, planificar unas vacaciones, que exige hacerlo con la suficiente antelación)
Como seres humanos siempre hemos pretendido viajar en el tiempo, sin darnos cuenta de que ya somos una máquina espectacular de viajar en el tiempo: nos pasamos el día haciéndolo.
¿Por qué nos ocurre esto, que es frecuente, pero no normal? Pues por algo muy sencillo: el ser humano tiene metida en la mente la creencia en el tiempo. Sin embargo, por raro que parezca, el tiempo no existe.
El tiempo no existe
La consciencia de la Humanidad está evolucionando permanentemente. Esto tiene multitud de manifestaciones, desde revistas como la que estás leyendo hasta el mundo del cine, donde hay multitud de películas de nueva consciencia que van apareciendo, o en el ámbito de la ciencia, donde hoy ya es algo absolutamente admitido y asumido que el tiempo es una ilusión de la mente.
En el siglo XX, con la Teoría de la Relatividad, se hablaba de que el tiempo era algo relativo, que no era un valor absoluto. Pero poco a poco, a partir de la física cuántica y sus derivaciones, se ha descubierto que no sólo no es un valor absoluto, sino, simplemente, una ilusión de la mente humana. El tiempo definitivamente no existe.
Ante esto, muchas personas se preguntan: ¿cómo que no existe el tiempo? Yo he nacido, me he hecho adulto, envejezco y moriré… Entonces, cómo que el tiempo no existe. Pues bien, lo que acabamos de describir no tiene nada que ver con el tiempo, sino con los ciclos: lo que existe en la vida de una persona, en la Naturaleza o en el Cosmos son ciclos.
El Sol sale y se pone, la Luna Llena sigue a la Luna Nueva, las mareas se suceden en los mares, las estaciones del año van correlativas una detrás de otra, la tierra rota con un ciclo perfecto, etcétera. Todo son ciclos constantes, pero ¿dónde está el tiempo ahí? Esto no tiene nada que ver con el tiempo: El hecho de nacer, crecer, envejecer y morir no es nada más que un ciclo vital, un ciclo vital que se desarrolla en el aquí y ahora. Y en el seno de los ciclos existen dos cosas: el aquí-ahora, que es donde la vida existe y se despliega, y la cadena de causas-efectos originado por cada acción y situación.
El tiempo es una convención inventada por el ser humano. La prueba irrefutable de ello es que ninguna persona siente el tiempo: todos necesitamos algo externo a nosotros que nos hable del tiempo, necesitamos un reloj o un calendario, herramientas que tienen su utilidad para facilitarnos la organización de nuestro día a día. Pero todos sabemos por experiencia propia que diez minutos pueden hacerse muy largos o muy breves en función de cómo los estemos viviendo.
El problema viene cuando nos dejamos abducir por este invento. Lo mismo sucede con el lenguaje. Todos nacemos en silencio y todos desencarnamos en silencio. Nuestro lenguaje natural es el silencio. Al inicio de nuestra vida nos enseñan un idioma, que es muy útil y nos facilita el poder comunicarnos, pero ese idioma, el lenguaje, no es algo innato. Y el mundo del lenguaje también nos abduce: no somos capaces de observar algo sin poner una palabra por delante, con lo que muchas veces nos conformamos con la palabra que le ponemos al objeto y no entramos en él, no profundizamos en su contenido. Por ejemplo, estamos paseando y vemos un árbol. Al verlo, ponemos la palabra árbol sobre él y, a partir de ahí, no lo miramos realmente. Nos conformamos con denominarlo árbol, sin más, olvidando que ningún árbol, incluso de una misma especie, es igual a otro. Las palabras crean a menudo una pantalla que hace que no te metas en la experiencia; generan una distancia entre tú y lo que estás viendo. El lenguaje es una creación mental, como que el tiempo; y, al igual que este, nos abduce y nos hace perder consciencia.
Cuando estamos en el aquí-ahora experimentamos lo que yo denomino el “acto de pensar”. El problema es que, como creemos en el tiempo, el acto de pensar en multitud de ocasiones lo convertimos en el “proceso de pensar”, que es cuando tú ya no estás en lo que estás viviendo, sino que empiezas a pensar en cosas ajenas a lo que estás viviendo, que están ligadas con nuestra creencia en el tiempo y que se caracterizan tanto por su ficción, como por su dolor.
Es un poco increíble porque si nos inventáramos cosas que nos son gratificantes aún tendría un sentido, pero en la mayoría de las ocasiones nos vamos al pasado y tenemos sentimientos de culpa, de error, de carga... sentimientos que nos atenazan. Sin embargo, el pasado no existe: existió cuando fue presente; y como fue presente, se incorporó a nosotros. Todos llevamos incorporados cada momento de nuestras vidas. Es absurdo trasladarse mentalmente cinco años atrás porque lo que viviste en aquel momento se incorporó a ti, tuvo su sentido en tu proceso conciencia, hiciste en su momento lo que debías hacer fruto de tu estado de consciencia de aquel momento y como experiencia se incorporó a ti.
Al fin y al cabo, somos como un edificio que se va construyendo piso a piso, experiencia a experiencia, y cada experiencia está en el edificio y ayuda a sostener a las siguientes. Cuando decimos “es que me equivoqué, me arrepiento y ojalá pudiera quitar esa experiencia de mi vida...” Pues bien, si realmente la quitaras, ya no serías como eres: si de un de muchas plantas elimina una, el edificio de derrumba. Para colmo, cuando llevamos la mente al pasado su funcionamiento es selectivo e interpretativo: se acuerda de lo que le interesa y de la forma que le interesa. Por ejemplo, dos personas que recuerdan una misma situación siempre tienen visiones distintas de lo que pasó; lo que ocurrió fue lo que ocurrió, pera cada una se acuerda de aspectos distintos y en los que coinciden suelen existir interpretaciones distintas. El pasado no existe, es una creación mental y, por tanto, depende de nuestra mente.