No es la primera vez que el mundo vive una fiebre apocalíptica. La historia como un fractal recurrente se repite en la psique, con sus relativas variaciones. Tampoco, aunque a veces pareciera, la anticipación del Apocalipsis es solamente el terreno del fanatismo religioso y de las “masas ignorantes”. Es posible que el Apocalipsis sea una parte arquetípica de la conciencia humana. A poco más de 11 días de la ominosa fecha cifrada en el solsticio de invierno del 2012 como un conjuro planetario, pesadilla o tal vez sueño lúcido colectivo, vemos cada vez más las manifestaciones psicosociales del milenarismo que rayan en la paranoia, el delirio místico y el wishful thinking (aunque siempre existe la posibilidad de que entre todo esto haya una irradiación de clarividencia, de la evolución acelerada como fruto de la conciencia de que creamos la realidad a través del consenso (o conspiración de los sentidos).
Ante la parafernalia —real o ficticia— escatológica, algunas personas planean irse a vivir a cuevas, búnkeres, bosques, lejos de la corrupta Babilonia, guareciéndose del gran cataclismo del clima espacial; establecer nuevos sistemas de intercambio (esto hay que celebrarlo) y sinergia con la naturaleza. Otros aguardan la llegada del Nuevo Orden Mundial, el tatuaje cibersatánico del ganado humano, la computarización del alma humana: la destrucción del mundo (la alimentación de la divinidad de Lucifer como su fulminación) a través del simulacro o del hoax hiperrealizado. No son los menos los que ven ya una intervención de hermanos de las estrellas —pleyadianos, arturianos, sirianos, etc.—, oscilando entre dimensiones, aparcados entre los mundos, con sus naves de conciencia, extendiendo su mano entre la bóveda azul como un guardián del futuro (los otros nosotros, en la noósfera galáctica) y anticipan su heraldo blanco para elevarnos a una esfera plusdimensional, la fraternidad galáctica de la luz o su versión teosofista previa, la gran fraternidad blanca, boddhisatvas en Shambhala, con sus rayos violetas, humanos iluminados, conectados con el centro de la galaxia y sus rayos cósmicos.
Ante la parafernalia —real o ficticia— escatológica, algunas personas planean irse a vivir a cuevas, búnkeres, bosques, lejos de la corrupta Babilonia, guareciéndose del gran cataclismo del clima espacial; establecer nuevos sistemas de intercambio (esto hay que celebrarlo) y sinergia con la naturaleza. Otros aguardan la llegada del Nuevo Orden Mundial, el tatuaje cibersatánico del ganado humano, la computarización del alma humana: la destrucción del mundo (la alimentación de la divinidad de Lucifer como su fulminación) a través del simulacro o del hoax hiperrealizado. No son los menos los que ven ya una intervención de hermanos de las estrellas —pleyadianos, arturianos, sirianos, etc.—, oscilando entre dimensiones, aparcados entre los mundos, con sus naves de conciencia, extendiendo su mano entre la bóveda azul como un guardián del futuro (los otros nosotros, en la noósfera galáctica) y anticipan su heraldo blanco para elevarnos a una esfera plusdimensional, la fraternidad galáctica de la luz o su versión teosofista previa, la gran fraternidad blanca, boddhisatvas en Shambhala, con sus rayos violetas, humanos iluminados, conectados con el centro de la galaxia y sus rayos cósmicos.