Ya en épocas muy remotas el ser humano ha usado manteas rezos hechizos o cantos con una intención clara: lograr lo que deseaban. La palabra era usada como un método para traer al plano material lo que estaba solo en la dimensión de las ideas.
Antes eran los místicos o religiosos los que le daban importancia hoy se suman los neurocientíficos y otros profesionales de corte más racional. Entre ellos el neurocientífico alemán Manfred Spitzer que realizó un experimento para comprobar los efectos de las palabras. Utilizó un texto en el que aparecía repetidamente la palabra «Viejo». Después de leerlo incluso los más jóvenes andaban más despacio durante un tiempo. En cambio al hacer la misma prueba con la palabra «Deporte» aceleraban el paso y era «Biblioteca» su tono de voz bajaba.
Lo diga quien lo diga el resultado es idéntico: las palabras nos afectan profundamente. Las que escuchamos y las que decimos.
Otras investigaciones han comprobado que el cerebro reacciona mucho más a las palabras negativas que a las positivas. ¿Por qué? Porque las primeras suponen un peligro.
La prioridad de nuestro cerebro desde el principio de los tiempos es que nosotros sobrevivamos. Ni que tengamos amigos ni que seamos amables ni que no dañemos a nuestra pareja con lo que decimos. Sobrevivir es su misión principal. El tema es que nosotros ya no queremos solo sobrevivir deseamos vivir. ¡Ahora hay que contarle eso a nuestro cerebro!
Llevar al consciente mecanismos arcáicos inconscientes no es algo que ocurra de un día para otro. Primero hemos de desearlo luego tener la firme intención de hacerlo, pasar a la práctica ocasional y a fuerza de repetición, convertirlo en una rutina. Mientras no lo hagamos cada vez que tengamos estrés en nuestra cabecita saltará la alarma que inhibirá nuestra capacidad para ser empáticos nos pondrá a la defensiva y hará que digamos lo que no deseamos decir.
Esto tiene efectos muy concretos a nivel físico ya que las palabras son vibraciones y nuestras células reaccionan a ellas. Si escuchamos algo que nos provoca ira notamos que nuestra respiración se agita incrementa la frecuencia cardiaca y sentimos el impulso de avanzar hacia el objeto que la causa. Estos son solo algunos de los efectos que además harán que lo que digamos tampoco sea muy amoroso. Es interesante que ya haya cardiólogos defendiendo que ser más comprensivos compasivos y expresivos mejora la salud del corazón.
La mayoría de la gente no siente ira a diario lo que si es habitual es el estrés. Tanto que hay quienes ni saben que lo tienen. Consiste en una respuesta múltiple del organismo ante algo que considera amenazador. Esto puede ser el jefe la suegra o el presidente de la comunidad. Ninguno de ellos es probable que sea un peligro para la vida de nadie sin embargo el cuerpo lo interpreta de esta manera. Por eso dirige la sangre a piernas o brazos para que si es necesario podamos huir y la retira de las zonas que nos ayudan a pensar con claridad o conectar con nuestros sentimientos. También se generan radicales libres y baja el sistema inmune. Naturalmente aquí tampoco podemos tener una comunicación equilibrada.
Por el contrario al sentirnos felices baja el nivel de estrés y entramos en un ciclo positivo en el que cada vez estamos mejor. Las palabras que digamos en estos momentos sin duda nada tendrán que ver con las que diríamos sintiendo ira o ansiedad como veíamos antes. De hecho al hablar con otras personas si esa interacción es satisfactoria liberaremos hormonas como la oxitocina y la beta endorfina en nuestro cuerpo. Ambas muy beneficiosas.
Es interesante saber que el cuerpo no solo relaciona a lo que sentimos también lo hace a lo que fingimos sentir. Esto quiere decir que si estoy muy muy enfadada y sonrío mi cerebro verá que hay dos energías cada una tirando para un sitio y disminuirá las señales de la ira hasta hacerlas desaparecer.