Robert Lanza invierte la creencia fundamental de la ciencia moderna de que la vida es algo que ha surgido de la evolución del universo o, igualmente, que la conciencia ha surgido a partir de la materia.
¿Por qué no al revés?
El universo como el efecto de la vida y la materia como el vehículo provocado por la conciencia. Una misma vida sin principio ni final que origina todas las cosas y se multiplica en ellas, permaneciendo Una. A esto le llama biocentrismo, en oposición a una ciencia centrada en la física, es decir en el estudio de la materia.
Explica el doctor Lanza en el video: “El universo brota a la existencia de la vida, y no de la otra forma como se nos ha enseñado. Por cada vida hay un universo”.
El biocentrismo nos lleva a preguntarnos necesariamente “¿qué es la vida?”. La ciencia moderna no tiene una definición del todo concluyente de lo que es la vida –¿están vivos los virus, los cristales?, ¿todo lo que se autoorganiza es un ser vivo?, ¿sólo lo que está basado en moléculas de carbono puede aspirar a la vida?; sin embargo, no considera que toda la materia esté viva, hay una clara separación entre reinos: una piedra no está viva, una pintura no está viva, etc. Habría que reflexionar si estamos viendo reflejados en el mundo nuestras propias creencias, nuestros propios paradigmas y las mismas particularidades de nuestra mente: un mundo inerte y mecánico que se rinde ante el poder de la razón.
La tradición de la que se desprende y sobre la que se encumbra la ciencia moderna, sin embargo, en la antigüedad, creía que todas las cosas estaban vivas, tenían una chispa, un aliento, un menor o mayor grado de animación, un espíritu o una integración espiritual más o menos desarrollada. Los filósofos de la tradición platónica consideraban que el universo mismo era un animal, un animal divino, y que la materia sólo era el nivel más bajo de la vida. Los alquimistas, por ejemplo, consideraban que la materia contenía un cierto espíritu, así se podía extraer el espíritu del oro; creían, también, como creía la medicina filosófica de Paracelso, que el ser humano se alimentaba del espíritu en las cosas.
Quizás, en contraparte con la visión moderna, un buen sinónimo para vida podría ser “espíritu”, una palabra cuyo equivalente inmaterial en una gran cantidad de culturas está vinculado con el aire o la respiración (por ejemplo pneuma o prana y por supuesto la misma palabra espíritu que viene de respirar) y que ha sido usado para significar la esencia y el origen de la vida. Esta identidad entre el espíritu y la vida puede expresarse también usando la metáfora de los neoplatónicos del Sol como fuente espiritual de la vida: de la misma manera que los rayos de sol no son otra cosa que sol (o que el fruto no es de otra naturaleza a la semilla), así toda la vida no es otra cosa que espíritu.
Si la ciencia tiene dificultades definiendo la vida, aún más difícil es definir la conciencia, la cual es considerada el “problema duro” de la ciencia, y simplemente se mantiene elusiva e inaprehensible para el modelo materialista. Es por eso que una nueva corriente dentro de la filosofía de la ciencia, relativamente mainstream, empieza a considerar seriamente la idea del panpsiquismo (que todo tiene una propiedad mental o un psiquismo) y, a partir de las observaciones de la física cuántica, se discute seriamente la posibilidad de que la conciencia sea un fundamento universal de la naturaleza, quizás de una forma tan básica como lo es la gravedad o el electromagnetismo. La misma palabra conciencia –que evoca la idea de saber-con– nos sugiere la idea de que la conciencia existe de manera colectiva, de manera interdependiente, no en un cerebro aislado, sino en la red de relaciones, de manera holística. Si existe un solo espíritu entonces debe de existir una sola conciencia.
Nos cuesta mucho trabajo siquiera pensar esta idea de que la vida es la fuente de la materia y no la materia de la vida porque pensamos de manera profundamente dualista. Por ejemplo, creemos que la vida y la muerte son completamente opuestos y que una niega a la otra: ahora estamos vivos y después moriremos y la frontera será absoluta –no concebimos que en realidad ahora estamos vivos pero también estamos muriendo y reviviendo, y volveremos a morir un poco y a vivir más y así en un proceso quizás infinito en el que participan todas las cosas. La muerte tal vez no sea más que una fase de esta vida infinita, una de las transformaciones del espíritu.
Hay un aspecto del antropocentrismo que domina nuestra época que es realmente una forma de egocentrismo, creemos que somos los únicos seres realmente vivos, los únicos seres conscientes, la cúspide y finalidad de la evolución; nos cuesta ceder este viaje de poder y concebirnos solamente como un aspecto o un vehículo más en el que se manifiesta la vida, en el que la conciencia se conoce a sí misma. Y que la maravilla del ser humano no consiste en su radical diferencia, en ser el gran accidente inteligente del cosmos, sino en que participamos, dentro de nuestra individualidad, en la universalidad de la vida.
Esta idea puede ser profundamente transformadora, porque si el ser humano no es más que un brote de la vida, de la tierra, del cosmos y no él mismo la razón y la raíz de su existencia, naturalmente cambia nuestra relación con las demás cosas. Así ya no sería moralmente plausible concebir que la naturaleza está a nuestro servicio, sino que nosotros somos sus sirvientes, agentes de la evolución que nos atraviesa. Decía Basil Valentine que la alquimia “es la servidumbre voluntaria a la naturaleza”. Es la conciencia de que la vida es una y es mucho más grande que uno la que hace que el hombre elija servir.
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