Hace años cuando compré mi casa mi madre me preguntó justo antes de coger las vacaciones “hija ¿cómo es que te vas de viaje si no has cambiado las ventanas de tu casa?”. En ese momento algunas ventanas no cerraban bien y entraba un frío considerable por ellas. Quizás lo “sensato” hubiera sido quedarme, en cambio mi respuesta fue “prefiero invertir mi dinero en algo que pueda llevarme al morir”. Y mira, a día de hoy pienso igual.
Mis ventanas se quedarán aquí. Mis muebles, mi ropa y todo lo que poseo también. Mis viajes, mis lecturas, mis aprendizajes, mis decisiones, mis atrevimientos, mis relaciones, mis recuerdos… Todo eso me lo llevo donde vaya y es lo que me convierte en lo que soy.
Mis ventanas se quedarán aquí. Mis muebles, mi ropa y todo lo que poseo también. Mis viajes, mis lecturas, mis aprendizajes, mis decisiones, mis atrevimientos, mis relaciones, mis recuerdos… Todo eso me lo llevo donde vaya y es lo que me convierte en lo que soy.
Estamos en una sociedad que nos da múltiples ideas sobre dónde gastar nuestro dinero, que da importancia a lo banal y nos convence de que somos imperfectos. Deberías quitarte esos kilos de más, deberías de ganar más (como tu hermano), deberías de casarte que se te va a pasar el arroz, deberías de ser diez centímetros más alto, deberías de teñirte el pelo que se te ven las canas, deberías de ser mejor madre… Todo a nuestro alrededor indica que ni tú ni yo somos lo esperado, lo perfecto. Y ahora ¿qué hacemos? Una posibilidad es luchar desesperadamente intentando llegar a un ideal absurdo. Para ello recorreremos tiendas y compraremos ropa que transmita nuestro gran estilo, nos someteremos a rigurosas dietas y tablas de ejercicios, compraremos la última maravilla antiarrugas, estaremos muy pendientes de lo que llevan y hacen los famosos (ellos sí que saben) y, sobre todo, nos dejaremos un dineral intentando aparentar ser alguien que no somos. Al final de esta carrera estaremos como el hámster en la rueda: en el mismo sitio. Un lugar muy, muy lejos de nuestro verdadero ser.
El otro día viendo un video de Esther Perel decía que “criticarse a uno mismo es la herramienta más efectiva de una sociedad de consumo”. Efectivamente tratar de convertirnos en otra persona cuesta mucho dinero y al final nos quedamos eternamente frustrados. Como ex publicitaria me pongo algo tensa cuando escucho (muy de vez en cuando, normalmente quito el volumen) las barbaridades que nos cuentan en los anuncios. Si quieres ser buena madre debes tener la casa impoluta y dar a tus bebés unos maravillosos polvos que sustituyen perfectamente tu leche materna. ¿Qué sabrá la naturaleza de alimentación? ¡La tele sabe más! También deberías de saber que el mundo está lleno de gente mala que quiere entrar en tu casa, ante la duda témelos a todos y, sobre todo, contrata el servicio de seguridad que solo quiere lo mejor para ti (ni se te pase por la cabeza que desean aprovechar tu miedo para enriquecerse). Ya que estás tampoco está de más que compres un coche que ni necesitas ni te viene bien pagar, porque da mucho estatus. Como estos ejemplos, cientos.
Con esto no quiero demonizar a los publicitarios, solo indicar que son cómplices al reforzar las bases de una sociedad enferma con sus anuncios. Eso sí, cada vez que tú te crees lo que dicen también lo eres. ¿Es sencillo salir de esa rueda? No. ¿Se puede? Sí.
Con esto no quiero demonizar a los publicitarios, solo indicar que son cómplices al reforzar las bases de una sociedad enferma con sus anuncios. Eso sí, cada vez que tú te crees lo que dicen también lo eres. ¿Es sencillo salir de esa rueda? No. ¿Se puede? Sí.