Nos identificamos con el cuerpo, que está hecho de carne, huesos y otros componentes, y por eso creemos que somos materiales, sustanciales y concretos. Esta idea ha arraigado tanto en nuestro sistema de creencias que pocas veces la cuestionamos. El resultado de esto son los embates inevitables de la vejez, la enfermedad y la muerte. Sufrimos estas afecciones por el mero hecho de creer que somos este cuerpo físico. Siempre que creemos en ideas falsas, pagamos un alto precio. No se trata de una idea solo individual; es sostenida fervorosamente por la mente colectiva y ha existido durante muchas generaciones, por eso está tan arraigada en nuestra psique. Nuestra percepción habitual y cotidiana de los demás se rige por esta falsa identidad y después se ve reforzada e impuesta por el lenguaje que utilizamos.
Desde muy pequeños nos adoctrinan en esta idea del yo como equivalente al cuerpo. Por ejemplo, cuando vemos aun niño, decimos: "¡Qué guapo! Me encanta su pelo. Tiene unos ojos preciosos". A través de este tipo de pensamientos y comentarios, estamos sembrando las semillas de esta identidad errónea. Evidentemente, halagar a los demás no es negativo. De hecho, es preferible que criticar. Sin embargo, no deja de ser una forma de errar. La verdad es que, con independencia de las características que tenga, cualquier niño al nacer es inherentemente bello. De modo que todos somos bellos.
Vivimos en una época en la que la persona está desconectada de su verdadera identidad, y esta falsa percepción se ve corroborada desde todos los ángulos. Todo el mundo desea tener un cuerpo perfecto y lo busca en los demás. Cuando vas a una tienda, por ejemplo, ves revistas con fotos de hombres y mujeres con un aspecto perfecto e idealmente joven. Resulta muy difícil resistirse a esos mensajes. Nos llegan por todas partes, de todos los ámbitos sociales, y confirman esta identidad errónea. Corroboran la sensación de que este cuerpo es lo que realmente somos. Dada la tendencia a establecer una norma perfectamente idealizada, muchas personas sufren de orgullo, narcisismo, arrogancia, vergüenza, culpa y odio hacia sí mismas por su cuerpo y por su capacidad o incapacidad de reflejar este estándar.
Todas las mañanas, al levantarnos y mirarnos en el espejo, hay una voz en nuestra mente que no hace más que juzgarnos a nosotros y a los demás de acuerdo con este baremo. ¿No te has fijado nunca en eso? La mente siempre está juzgando: "¡Ay, otra arruga!", "Está muy gorda". "Tiene un aspecto un poco raro". "Es muy guapa". "Es guapísimo"... Estos juicios de valor no solo crean un escollo en nuestro camino espiritual, sino que también forman nubes de negatividad en nuestra conciencia y nos mantienen firmemente encadenados a la prisión de la dualidad.
Sin embargo, no es preciso que nos apeguemos a esto. Podemos transcender esta identificación con nuestro cuerpo en cualquier momento. Solo cuando abandonamos todos estos juicios de valor, reconocemos que todo el mundo es divino en su unicidad. La mente egoica siempre está comparando el yo con los demás porque cree que es una identidad separada y utiliza el cuerpo como línea divisoria entre el yo y los demás.
Somos inmateriales. Somos insustanciales. No somos un tablón que al final se rompe. La propia esencia de lo que somos va más allá de la decadencia y la transitoriedad. Sí, nuestro cuerpo es transitorio, pero nuestra verdadera naturaleza no. Nuestra verdadera naturaleza es inmortal y divina, trasciende todas las imperfecciones. Por eso todos somos iguales, todos somos uno. No hay nadie que sea mejor o peor que los demás. Cuando alguien manifiesta su verdadera naturaleza, vive con amor, amabilidad y alegría. Causa menos dolor a quienes lo rodean. Cuando meditamos, tarde o temprano descubrimos que no se trata solo de una teoría abstracta, sino que se corresponde con la verdad, con la realidad.
¿Cuál es nuestra verdadera naturaleza si no es el cuerpo? Hay muchas palabras que podemos utilizar para describirla. En el budismo la expresión más simple que podemos emplear es "naturaleza búdica". La definición de naturaleza búdica es que ya estamos iluminados. Ya somos perfectos tal como somos. Cuando nos damos cuenta de esto, somos perfectos. Cuando no nos damos cuenta, también lo somos. Nuestra verdadera esencia va más allá del nacimiento y de la muerte. No puede enfermar nunca. No puede envejecer nunca. Está más allá de todas las circunstancias. Es como el cielo. No es una teoría. Esa es la verdad que solo se puede comprender en el reino de la conciencia iluminada. Esta conciencia es sorprendentemente accesible para todos nosotros.
Cuando tiene lugar ese despertar, ya no hay ningún deseo de ser alguien distinto a quien somos. Toda idea previa de lo que somos se desvanece y junto con ella desaparecen el dolor, la culpa y el orgullo asociados a nuestro cuerpo. En el budismo, esto se denomina ausencia del yo. Este es el único despertar auténtico. Todo lo demás es una circunvalación espiritual. Este despertar es lo que deberíamos estar buscando desde el momento en que iniciamos el camino. Nos libraría de caer en trampas espirituales innecesarias. [...]