“Con dolor, sintió algo tan decepcionante como haber malgastado en la rutina de una noria los pasos que podría haber empleado en un viaje inolvidable.” (José Luís Alvite)
En mi opinión, esta frase explica de una forma muy gráfica, y fácilmente comprensible, lo que podemos hacer con nuestra vida si no estamos atentos a ella, y si no nos marcamos propósitos que también nos hemos de encargar de cumplir.
Creo que una de las cosas más dolorosas –y más irremediables- que le pueden ocurrir a una persona es que llegue al final de sus días –al Tiempo de los Arrepentimientos- con muchas cosas de las que arrepentirse, con una pesadumbre inconsolable por aquello que hizo o que no hizo, y con una rabia mortal por el tiempo que pasó y no fue como hubiera querido porque no se esforzó en ello.
Conviene que cada persona revise cuál es su actitud, su deseo, y su atención con respecto a su vida.
Hay personas que lo piensan demasiado, pero eso no significa que piensen lo que tienen que pensar ni que lo piensen bien.
Hay personas que no se preocupan por su porvenir, que no prestan atención a lo que va a ser –y cómo- el resto de su vida. Y están cometiendo un grave pecado contra sí mismos: el pecado de abandono.
Hay personas que se dedican exclusivamente a capear como pueden las cosas que les van sucediendo sin asimilar que lo que les vaya a suceder, o lo que ya les está sucediendo, depende –en el 99% de los casos- de sí mismas, de su planificación –o su falta de ella- y de su determinación –o su falta de ella-.
Es inevitable. A todos nos pasa varias o muchas veces a lo largo de la vida, que hacemos un balance de lo que está siendo, de cómo nos va, de qué nos falta, qué quisiéramos cambiar, qué no soportamos de lo que nos pasa -pero seguimos soportándolo-, y a todos nos ocurre que nos entra un poco de cordura en algún momento y nos damos cuenta de todo ello, y nos hacemos una promesa efímera, muy poco consistente, en momentos concretos.
Llega el día del cumpleaños: ¡Dios mío!, ¡Otro año más! (aunque en realidad, y esto es lo peor, es un año menos) ¡Tengo que cambiar!, ¡De este año no pasa!
Y llega la Nochevieja: ¡Dios mío!, ¡Otro año más! (aunque en realidad, y esto es lo peor, es un año menos) ¡Tengo que cambiar!, ¡De este año no pasa!
O acudimos a un entierro: ¡Dios mío!, ¡Otro más! (aunque en realidad, y esto es lo peor, es uno menos) ¡Tengo que cambiar!, ¡De este año no pasa!
Y así seguimos… Parecemos inmunes a la realidad y ciegos a la verdad.
Así andamos, de un parche a otro, desde un olvido a otro, conformándonos con la mentira de que algún día cambiarán las cosas –y las cosas no cambian, somos nosotros los que tenemos que cambiar-, engañándonos desvergonzadamente con la ficción de que ya estamos empezando a hacerlo bien, que sólo falta un empujoncito para que todo dé el giro que tiene que dar, y de este modo no hacemos otra cosa que aplazar lo que debiera ser inaplazable.
Tengo casi sesenta y dos años, y la vida –y lo que va pasando en la vida-, a esta edad, se ve desde una atalaya a la que se accede por las experiencias de todo tipo que uno ha ido recopilando.
Y no es que uno sepa más, es que uno se engaña menos.
La decencia moral, que hasta ahora se ha ido esquivando y sorteando como se ha podido, se presenta con una firmeza que no acepta mentiras por respuesta.
Es el tiempo en que uno piensa en lo que haría si tuviera veinte, o aunque fueran cuarenta, o cincuenta si no se puede negociar algo mejor, y piensa con una disimulada o descarada envidia en los que tienen menos años y están a tiempo.
A algunos nos entran ganas de salir al mundo gritando ¡¡VIVAN USTEDES HOY!!, ¡¡SEAN CONSCIENTES!!, ¡¡PRESTAD TODA LA ATENCIÓN A LA VIDA!!