Tenemos prisa, demasiadas prisas. Hacemos equilibrios sobre las melodías que tocan el estrés y la ansiedad, que a su vez se alimentan de la gran cantidad de responsabilidades y presiones que cargan su peso sobre nuestros hombros. Así, eso que nos agobia, el paso del tiempo, sucede sin que nos demos cuenta. Todo esto, provoca que nos desconectemos de nuestro “yo”, de nuestra alma. Una desconexión que repercute negativamente en nosotros mismos.
No nos damos cuenta de que vivimos con el piloto automático ya que de alguna manera se ha convertido en nuestro estado por defecto. En muchas ocasiones actuamos por inercia, sin pensarlo demasiado y sin disfrutar de la propia actividad. Así, llegamos a la conclusión de que a los días les faltan horas, a las horas minutos… y al alma tiempo.
Nos impulsamos con gran fuerza y brío hacia delante, dejando atrás nuestra consciencia. No tememos perdernos, abandonar nuestra esencia: es más importante llegar antes que hacerlo de una determinada manera. Vivimos en un constante piloto automático que evita que nos centremos en lo que es importante: nosotros mismos.
No corras, permite que tu alma te alcance
Si os parece, antes de continuar, viajemos hasta África y conozcamos una historia.
“Hace mucho, muchísimo tiempo, un expedicionario se aventuró en los territorios más inhóspitos de África. Solo le acompañaban sus porteadores. Todos llevaban un machete para abrirse paso entre la espera vegetación. Tenía un único objetivo en mente: avanzar rápidamente a cualquier precio.
Si se encontraban con un río, lo cruzaban en el menor tiempo posible. Si se interponía una colina, apretaban el paso para no perder ni un minuto. Sin embargo, de repente los porteadores se detuvieron en seco.
El expedicionario se sorprendió, puedo que solo llevaban unas cuantas horas en marcha. Así que les preguntó:
– ¿Por qué os habéis parado? ¿Estáis ya cansados? Apenas llevamos unas horas de camino.
Uno de los porteadores lo miró y le respondió:
– No señor, no estamos cansados. Pero hemos avanzado demasiado rápido y, por eso, hemos dejado nuestra alma atrás. Ahora tenemos que esperar a que nos alcance de nuevo”.
Si avanzas demasiado rápido, dejarás tu alma atrás.
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Este es un hermoso relato africano que refleja el peligro de quedarnos atrás cuando queremos avanzar demasiado rápido o cuando este se convierte en el principal objetivo, sino en el único. Fijar nuestra a atención en la meta puede que acorte el tiempo de trayecto. Sin embargo, ese tiempo descartado para nuestros sentidos, será la moneda con la que paguemos el precio por llegar antes.
En ocasiones, las prisas también son una excusa para ignorar el dolor que nace de nuestras heridas. Pasamos de ellas, no les hacemos caso, pero ellas no dejan de estar presentes y de limitarnos. Creemos que ignorarlas hará que desaparezcan. En muchos casos quizás, pero en otros las heridas necesitarán otro tipo de cuidados, como la desinfección o algún punto. Distinguir unas de otras no deja de ser una expresión de inteligencia emocional.
Tus heridas necesitan tiempo para sanar
Por mucho que ignoremos nuestras heridas emocionales, esta actitud no impide que dejen su impronta en nuestro cerebro. De hecho, sabemos que todo trauma vivido o aquello que nos ha causado un impacto emocional importante en nuestra infancia lo arrastramos hasta la edad adulta. Si no lo vemos, si no nos paramos a reflexionar sobre lo que nos ocurre para así poder solucionarlo, las heridas no cicatrizarán, seguirán abiertas.
Todas las experiencias negativas que vivimos dejan una huella profunda a nivel neurológico y seguirán sangrando por mucho que nos esforcemos en ignorarlas. Las fortaleza en muchos casos no tiene nada que ver con apretar los puños y seguir adelante, sino con estudiar el precipicio y encontrar la manera de construir un puente que nos permita salvarlo.
Hablamos de mirar a los ojos a la tristeza para saber qué nos quiere decir, de encontrar una forma de gastar la energía que emana de las emociones negativas sin dañar a nadie o de darle un momento de respiro a la ansiedad para que recupere su latir normal: esa frecuencia en la que nos ayuda y nos da aliento, en vez de consumirlo.