26 de agosto de 1961. (Diario n°1 de Krishnamurti)
Había sido una mañana hermosa, soleada, llena de luz y de sombras; el jardín del hotel cercano rebosaba de colores, de todos los colores, y éstos eran tan brillantes y el pasto era tan verde que lastimaban los ojos y el corazón. Y más allá las montañas resplandecían destacándose frescas y nítidas bañadas por el rocío de la mañana.
Era una mañana encantadora, y había belleza por todas partes; sobre el estrecho puente, en lo alto de un sendero que está al otro lado del torrente y que penetra en el monte, donde la luz jugaba con las hojas que temblaban y cuyas sombras se movían; eran plantas comunes pero sobrepasaban con su verdor y frescura a todos los árboles que se encumbraban hacia el cielo azul.
Uno no podía más que maravillarse de todo este encanto, este derroche, este estremecimiento; no se podía estar sino atónito ante la quieta dignidad de cada árbol, de cada planta, y ante la infinita alegría de esas negras ardillas con sus largas y peludas colas. Las aguas del torrente se veían claras y centelleantes al sol que llegaba a través de las hojas. Había humedad en el monte y se estaba bien.
Mientras uno permanecía ahí observando la constante danza de las hojas, súbitamente advino «lo otro», un suceso intemporal, y hubo quietud. Era una quietud en la que todo se movía, danzaba y gritaba; no era la quietud que viene cuando una máquina deja de trabajar; la quietud mecánica es una cosa y la quietud en el vacío es otra. Lo uno es repetitivo, habitual, corruptor, y es buscado como un refugio por el cerebro cansado y en conflicto; lo otro es explosivo, nunca es lo mismo, no puede ser buscado, jamás es repetitivo y, por lo tanto, no brinda refugio alguno.
Una quietud así fue la que advino y permaneció mientras paseábamos sin rumbo, y la belleza del monte se intensificó y los colores estallaron para ser atrapados en las hojas y en las flores… No era una iglesia muy vieja, como de los comienzos del siglo diecisiete, al menos eso decía sobre la bóveda; había sido renovada y la madera era de pino ligeramente coloreado, y los clavos de acero se velan brillantes y pulidos, lo que era imposible, por supuesto; uno estaba casi seguro de que quienes se habían reunido allí para escuchar alguna música, nunca miraban esos Pavos que llenaban todo el techo. No era una iglesia muy ortodoxa, no había olor de incienso, velas ni imágenes. Estaba ahí y el sol penetraba a través de los ventanales.
Había muchos chicos a quienes se les había dicho que no hablaran ni jugaran, lo que no les impedía estar inquietos…; se les veía terriblemente solemnes y con los ojos prontos para reír. Uno de ellos deseaba jugar y se aproximó, pero era demasiado tímido para acercarse más. Ensayaban para el concierto de esa noche; había interés y todos estaban respetuosamente solemnes. Afuera el pasto era brillante, el cielo de un claro azul y había innumerables sombras…
¿Por qué…,