Peter Pan vivía tratando de no ser atrapado por su sombra, huyendo de ella, esquivándola como si ésta no formara parte de sí mismo. Así actuamos ante lo que tememos de nosotros mismos. Hacemos ver que no existe y lo condenamos a nuestro infierno interior donde crece oculto, bajo el velo, desde el dolor de sentirse repudiado y maldito.
Nuestra sombra es un espejo en el que podemos descubrir aquello de nosotros que permanece oculto, eso que no aceptamos haber creado. Es un libro abierto que nos permite comprender que todo lo que ocurre en nuestro escenario vital es una simple proyección de nuestro universo interno. Que cada cosa que odiamos en el mundo, cada conflicto que tenemos, cada juicio que emitimos y cada sentimiento de culpa que cargamos sobre nuestras espaldas, son la consecuencia de nuestra forma de ver la vida.
Peter Pan huye de su sombra porque no desea crecer. Quiere ser siempre un niño. Juzga el mundo adulto de aburrido, pero en realidad sólo puede vivir dentro de su propia burbuja en la Isla de Nunca Jamás. Es incapaz de encarnar su ilusión en el universo común. No tiene poder allí. Todo Peter Pan teme la adultez debido a la responsabilidad esencial que comporta ser uno mismo. El miedo a elegir de forma responsable nos hace niños y si somos niños, nuestra magia sólo servirá hasta donde el que decide y elige nos lo permita. Ésa es una de las trampas y la consecuencia del verdadero síndrome de Peter Pan que sufre hoy en día una gran parte de nuestra sociedad consumista.
Eso que nos decían en misa sobre que debíamos ser como niños, está muy bien cuando se trata de tener presente la actitud de juego en la vida, pero tiene trampa cuando en el fondo nos mantiene atrapados a un estado de dependencia y falta de responsabilidad ante nuestro propio proceso de crecimiento. De este modo, el poder siempre estará fuera, separado de nosotros, proyectado en un dios externo que nos premia y nos castiga, en un universo que nos bendice o nos maldice, en un azar que nos impulsa o nos detiene. Jamás dependerá de nuestras propias decisiones.
Cuando uno elige dejar de esconderse de su sombra y mirarla de frente, descubre que aquello que más teme es justamente lo que podrá liberarlo de sí mismo. En este sentido,la sombra es únicamente la consecuencia de nuestra falta de amor y aceptación. Es la negación de una parte de nosotros que ha sido juzgada y condenada. A lo que juzgamos indigno lo separamos de nosotros, lo proyectamos hacia fuera y lo combatimos llamándolo “el mal”. Lo hacemos porque lo tememos y eso es precisamente lo que lo refuerza, pues todo aquello en lo que ponemos nuestra atención crece dentro y fuera de nosotros.
Integrar es dejar de separar lo que siempre estuvo unido, a pesar de la ilusión. Nos han vendido que lo espiritual y lo material son algo separado, cuando en realidad son polos de una misma cosa, al igual que el día y la noche, lo masculino y lo femenino o la luz y la sombra. Abrazar tu sombra te convierte en dueño de tu propio proceso, te permite reconocerte y elegir ser aquello que tú decidas. Eso es ser adulto consciente y el temor a reconocer tu divinidad es lo que te encierra en un mundo infantil donde las decisiones de tu vida las toman otros mientras tú alimentas el mundo de nunca jamás.
Reconocerte como un ser divino no es un acto prepotente cuando comprendes que todo lo que ves es parte de ti, que nada está realmente disociado. Es hacerte adulto responsable de tu universo interno. Es dejar de luchar. Es encontrar la paz, el equilibrio y la coherencia. Es tomar a tu sombra y fusionarte con ella hasta comprenderla. Es amar la vida sin juicio, sin culpa. Es dejar de soñar fantasías imposibles para atreverte a materializar en esta misma Tierra todo aquello que tu corazón te pide. Eso sí es volar querido Peter Pan, pero no hacia el País de Nunca Jamás, sino hacia el cielo que siempre deseaste encarnar.
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