Hay personas para quienes el espejo es un ojo que las juzga. Se ponen ante él y se examinan, detectan cualquier «fallo» y se proponen ponerle remedio (si pueden). Se miran como quien ve algo externo; como la muñeca con la que jugaban y procuraban embellecer.
Estas personas no tienen ningún tipo de intimidad consigo mismas; no se miran a sí mismas a los ojos y si lo hacen es de un modo frío y casual.
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Soy un gran defensor de la empatía, pero habría que descartar reclamar un comportamiento empático en las personas que son incapaces de mostrar empatía incluso hacia sí mismas.
Es muy curioso este distanciamiento de uno consigo mismo, esta cosificación que hace uno de sí mismo, este centrarse tanto en las apariencias que se olvida la pregunta fundamental: ¿a quién le interesa quedar «bien»? ¿Quién hay ahí dentro que se ve tan oportuno defender?
Si jamás has hablado con ese tú mismo, si nunca has sentido esa confianza y comunión contigo mismo, entonces estás defendiendo a un extraño. Es curioso, ¿verdad?, que queramos defender tanto a ese «extraño».
Estamos tan ocultos dentro de nosotros mismos que no sabemos a quién estamos defendiendo ni para qué. Seguramente porque estamos tan identificados con el cuerpo que creemos que al dar este una «buena imagen» la totalidad de lo que somos está protegida… desde el momento en que somos el cuerpo mismo. Naturalmente, a partir de esta postura, los estragos del tiempo nos lo arrebatan todo, para desconsuelo de un cuerpo-mente que se siente impulsado a gastar dinero para retrasar lo inevitable y a «distraerse» para no verse abrumado por el pensamiento de la caducidad.
Pero hay personas que tienen otro tipo de relación con el espejo. Hay personas que se miran a sí mismas a los ojos con toda la comodidad del mundo, que se sonríen y se dan mensajes, pero no mensajes forzados de intentar creer algo en lo que no creen realmente (en plan afirmaciones que no sienten), sino mensajes naturales de complicidad. Hay personas que tienen un compartir muy natural consigo mismas. Que empatizan consigo mismas. Al verse en el espejo ven el ser humano que son. Se alegran de verse. Sencillamente están ahí, presentes en sí mismas. En un segundo término, cuando sea conveniente por supuesto examinarán su cuerpo para obtener un resultado en aras de su imagen, pero sentirán perfectamente que están participando de un juego, de un protocolo social, que no determina en modo alguno lo que son.
¿En qué grupo te reconoces?
Si hay demasiada masa de humanidad ubicada en el primer grupo es una triste noticia, muy poco esperanzadora de cara a que podamos sentir una verdadera implicación con la vida y, por tanto, resolver los problemas humanos e incluso diría yo medioambientales que tenemos. Muy poco esperanzadora también de cara a avanzar juntos en un contexto de felicidad en base a la empatía. (No hay felicidad posible más allá de la empatía, empezando por la de uno consigo mismo).
Difundamos pues el mensaje de consolidar en primer lugar nuestra relación primaria, la de nosotros con nosotros mismos, para lo cual podemos usar el espejo como testador y maestro. Necesitamos una masa crítica de personas que se alegren de verse a sí mismas en cada nuevo día, que al verse al espejo vean en primer lugar el reflejo de su alma, el brillo de sus ojos. Entonces será posible que veamos, honremos y cuidemos la vida de todo lo demás, de todos los demás, y que, en base a ello, creemos un mundo donde amemos vivir.
© Francesc Prims Terradas. Autor del libro de entrevistas Nuevos paradigmas (Editorial Sirio, febrero de 2015). www.francescprims.com
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