El otro día vino un joven consultante y me dijo:
– Quiero entender quién soy. Quiero saber que es la iluminación.
Así que decidí escribirle este artículo. Como un resumen que, de entrada, sé que es fallido.
Todos hemos oído hablar alguna vez de “la iluminación”. Aunque es algo muy conocido, es muy mal conocido, muy poquitos son capaces de entender de qué se trata. Y son muchos menos los que viven permanentemente en ese estado.
Ese estado tan elevado lleva a las personas que lo disfrutan a vivir una vida increíblemente mucho más plena, más verdadera y mejor que el resto de los humanos. Todas las religiones comenzaron con una experiencia así. Cristo, Buda u otros grandes maestros de la humanidad, se iluminaron – o nacieron iluminados- y empezaron a contar a su gente lo que habían descubierto.
Algunos de los caminos que buscan ese estado de iluminación son el Yoga, el Zen, el Cristianismo, el Sufismo, el Tantra o el Vedanta. Es lo que se ha dado en llamar “el conocimiento supremo”, la “filosofía perenne”. La Filosofía Perenne es esa visión del mundo que comparten la mayor parte de los principales maestros espirituales, filósofos, pensadores e incluso científicos del mundo entero. Se la denomina “perenne” o “universal” porque aparece implícitamente en todas las culturas del planeta y en todas las épocas. Lo mismo lo encontramos en India, México, China, Japón y Mesopotamia, que en Egipto, el Tíbet, Alemania o Grecia. Y donde quiera que la hallamos presenta siempre los mismos rasgos fundamentales: es un acuerdo universal en lo esencial, en cuál es la relación que existe entre el “yo”, el “mundo” y “Dios”.
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Gustavo Fdez. |
Desde diferentes puntos de vista, todas estas prácticas y enseñanzas buscan el alcanzar el mismo estado supremo, al que se le ha dado muchos nombres. Algunos de esos caminos evolucionaron con el paso de los siglos por su cuenta, y muchas veces, se han transmitido mal y parece, a veces, que queda muy poco de la enseñanza original de lo que es “la iluminación”.
Dentro de esas tradiciones ha habido muchas personas, hombres y mujeres, que alcanzaron ese estado. Para alcanzar la iluminación no hace falta ser alguien especial. Todos podemos alcanzarla porque es nuestra identidad real. Es lo que somos, no se puede salir del estado iluminativo. Es como dice el zen “la puerta sin puerta”.
Es como si fuéramos todos pájaros que se nos ha olvidado volar. Todos tenemos las alas para volar, pero ya se nos ha olvidado cómo se hacía. Es como estar soñando y no saberlo. Despertarse es darse cuenta del sueño.
Algunos antropólogos consideran que en un momento de la historia de la humanidad hubo “una caída”, una salida del estado de fusión con la naturaleza, un nacimiento del ego, una “invasión de una entidad foránea”, una separación del paraíso, el nacimiento de la dualidad, de la expulsión del edén. Con el nacimiento de la libertad individual, vino el sufrimiento del ego: saber que nos vamos a morir, sentir que estamos separados de la realidad, sentir que siempre nos falta algo, como una claustrofobia de fondo y tenemos que buscar la felicidad en los objetos, el horror de pensar que el mundo es allí fuera y nosotros aquí dentro.
La iluminación no es una cosa antigua ni olvidada. Hace no muchos años se han conocido grandes personas que han alcanzado ese estado y han sabido contarnos cómo es. Algunos de los más conocidos de hace poco han estado por ejemplo en la India hace menos de 50 años. Otros aún están vivos por el planeta. No todos tienen que ser conocidos, puede haber alcanzado la realidad de si mismo cualquier persona, un viejo pastor de Mongolia, una viudita de Colombia, un niño esquimal de Groenlandia. Esto es para todos.
¿A qué se refieren cuando hablamos de estar “iluminados”? Todas las cosas pueden ser explicadas de mil maneras, por eso se dice que “hay mil caminos pero una sola verdad”. Para intentar explicarlo de la manera más sencilla, podemos decir que esta gente se ha dado cuenta de quiénes son de verdad. ¿Cómo? ¡Todos sabemos quiénes somos!, podemos decir. Los grandes maestros nos piden que indaguemos sobre nosotros mismos, que nos intentemos dar cuenta de a quién me refiero exactamente cuando digo “yo”.