En ocasiones, las circunstancias que rodean la existencia pueden parecernos opresivas, sofocantes, como si formaran un torrente en el cual luchamos por mantenernos a flote. Muchas personas experimentan su vida como si estuviera del todo ajena a su voluntad, como si se encontraran en el centro de una red que tira de sus acciones, sin que puedan hacer nada al respecto.
Ésta, sin duda, es una posición extrema, tanto como aquélla que asegura que tenemos control absoluto de lo que nos sucede. Existencialmente, lo mejor parece ser vivir a medio camino entre una y otra postura, pensar que no somos artífices de todo lo que concierne a nuestro destino pero que tampoco, por otro lado, los factores externos de la vida determinan nuestro sendero.
A propósito, específicamente, de la vida emocional, en el sitio Zen Comics se encuentra ilustrada una fábula que nos enseña el alcance que pueden tener nuestras decisiones sobre la manera en que se configura nuestra existencia. Y la premisa es sencilla: cada instante, cada palabra, cada acto, es en cierta forma un dilema o, mejor dicho, una posibilidad de decidir.
Si así lo queremos, podemos inclinarnos por emociones como la superioridad o la culpa, pero también tenemos ante nosotros la compasión o la generosidad. La diferencia, como enseñan disciplinas tan disímiles como el budismo o el psicoanálisis, está en el grado de conciencia con que hacemos esa decisión.
Bill Hicks solía decir que todos los días tenemos que elegir entre el miedo y el amor, y ante el dilema, sin duda todos elegiríamos el lado luminoso, ¿entonces por qué no lo hacemos?
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