El miedo es una emoción básica y positiva, en tanto forma parte de nuestro equipo de herramientas para la supervivencia. Aunque experimentarlo es desagradable, su aparición es una señal de salud mental. Eso sí, siempre y cuando responda a un peligro real. En cambio, cuando surge a partir de una amenaza imaginaria corresponde a un síntoma neurótico y adopta principalmente la forma de angustia.
Como otras emociones, el miedo también puede alcanzar diferentes niveles de intensidad. Va desde un simple recelo hasta el pánico. En los temores de menor nivel la situación se sortea con relativa facilidad, mientras que cuando esta emoción tiene una alta intensidad puede llegar a anular la autonomía de un ser humano. De hecho, hay casos de parálisis totales por miedo. Son casos en los que la emoción deja literalmente paralizado al individuo.
Los miedos neuróticos a veces llegan a ser bastante complejos y enrevesados, e incluso se mantienen una vez que ha desaparecido el estímulo que los ha despertado. Además hay formas de ser y planes de vida que se construyen totalmente en torno al miedo. Se actúa o se deja de actuar, siempre en función del temor a algo o a alguien. Y existen también los miedos inculcados socialmente para quebrar la libertad de las personas y hacerlas más manipulables.
El miedo a lo desconocido
Uno de los miedos fundamentales, que está presente en todos los seres humanos, es el temor a lo desconocido. Si un objeto o una situación son demasiado extraños para nosotros, le tememos, aunque no sea una amenaza para nosotros. Si en este momento te topas con una persona que tiene cuatro brazos, y además lo hace de repente, seguro que pegas un salto hacia atrás. Si no tienes ningún conocimiento de biología, el miedo puede ser mucho mayor. En últimas, más que el desconocimiento, lo que alimenta el temor es la imposibilidad de entender.
Lo familiar nos genera tranquilidad y lo exótico nos asusta en diferentes grados. Lo que entendemos nos aproxima al sentimiento de familiaridad, mientras que lo raro, lo extraño, pero especialmente lo que vemos como incomprensible, nos asusta.
Si nos enfrentamos a una situación nueva, pero en ella hay elementos que podemos reconocer, nos sentimos más tranquilos. Por ejemplo, cuando visitamos una ciudad que no conocemos, pero también tiene casas, edificios y calles como la ciudad en la que vivimos. En cambio, si vamos hacia un paisaje completamente distinto y desconocido, la situación puede ser diferente. Por ejemplo, estamos en la Antártida y aparece un animal que nunca hemos visto. Una de las reacciones naturales será el miedo.
La ignorancia y el miedo
Así como conocer y comprender nos tranquiliza, desconocer e ignorar nos pone en un estado de alerta. No necesitamos ir a la Antártida para experimentar esa sensación. En el mundo actual vivimos rodeados de peligros anónimos y bastante serios, como la llamada “inseguridad” pública. En determinadas zonas y países, sales a la calle y no puedes saber qué va a pasar. Si te dicen que esa calle es peligrosa, aunque aparentemente esté en calma, vas a tener miedo cuando la cruces.
Lo mismo pasa con el fenómeno llamado “terrorismo”. Causa terror precisamente porque ignoramos cuándo, dónde o cómo va a aparecer. Al no poder ubicarlo en un espacio determinado, entonces está en todas partes. Se convierte en una amenaza omnipresente que da origen a un miedo constante. Tanto en este caso, como en el anterior, lo que hay es un desconocimiento. La imposibilidad de prever o ubicar una amenaza que presentimos que existe o que tenemos pruebas de que existe pone a funcionar nuestros mecanismos de alerta.
El comportamiento de esos fenómenos es impredecible, porque no contamos con la información, ni los conocimientos que nos permitan organizar una respuesta coherente. Todas esas “amenazas mundiales” nos vuelven más o menos ansiosos y contribuyen a que eventualmente veamos con buenos ojos a los líderes autoritarios. Representan el control que no tenemos. De una u otra manera, nos salvan de esas incertidumbres frente a los peligros.
Así como los hombres primitivos temían al rayo porque no sabían qué era, ni cómo defenderse de él, también los seres humanos modernos tememos a esas ráfagas de peligro. Lo hacemos precisamente porque pueden hacernos mucho daño antes de que tengamos tiempo de poner los medios para salir de su radio de influencia.
Igual que épocas pasadas inventábamos dioses para obtener protección, actualmente se le otorgan cualidades extraordinarias a algunos líderes que prometen conjurar el peligro. De esta manera, igual que el conocimiento nos libera y nos vuelve más capaces, la ignorancia nos condena a la esclavitud del miedo.
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